El caso es que mi interés por este mundillo pronto me llevó a intentar adivinar cómo funcionaban estos artilugios: en el coche familiar, me sentaba detrás del asiento del acompañante y aprovechaba para fijarme cómo mi padre accionaba el volante, las marchas y los pedales, aunque no entendía para qué era el embrague. Si uno era para acelerar y otro para frenar (obvio), para qué sería el tercero?. Y cuando lo supe, la respuesta no me entusiasmó, precisamente.
De igual manera, me fijaba en qué recorridos hacíamos de forma habitual para poder ir yo cuando fuera mayor y tuviera mi propio coche: a la playa, al parque de atracciones, a la piscina en verano... Cuando me veo ahora, tantos años después, sentado en el asiento trasero de aquel R5 de tres puertas mirando ver pasar el paisaje por la ventana y pienso en las condiciones en que viajábamos, se me ponen los pelos de punta. Sin cinturones de seguridad, sin airbags de ningún tipo, con carrocerías que no absorbían los impactos...imagino que dentro de otros 20 años veremos los coches actuales y pensaremos lo mismo, pero ahí estábamos y, algunos, sobrevivimos.
Aquí estoy yo, posando delante de nuestro Renault 5 color naranja -sin complejos-. Posiblemente, después de hacerme la foto salí corriendo para ponerme al volante y tocar todos los mandos a mi alcance; curioso, lo mismo que hago ahora en cuanto llego al Salón del Automóvil!.
Con tanta afición, se entiende que me sacara el carnet de conducir lo antes posible y me comprara un coche. Aprovechando que estuve seis meses trabajando de reponedor en Hipercor, ahorré lo suficiente para conseguir el mítico permiso y me lancé a buscar un coche de segunda, tercera o cuarta mano que me permitiera lograr lo que más deseaba: conducir!.
Y así fue como, paseando por San Adrián con mi mujer. -de novios paseábamos muchísimo-, vimos un Renault 5 blanco con el típico cartel de "SE VENDE". Como por precio ya nos parecía bien -600 €-, apuntamos el teléfono y quedamos con el vendedor. Resultó que era un señor que tenía un taller en el que hacía pequeñas operaciones de mantenimiento a vehículos y que vendía el que había sido el primer coche de su hija; nos pareció que era buena idea comprar el coche a alguien que podía mantenerlo por sí mismo y, confiando en su palabra de que estaba en buen estado y de que el motor era fiable, lo compramos. Y no nos mintió: el motor no falló nunca, pero todo lo demás que se podía romper, se rompió...
Su anterior dueño, pues, nos entregó el manojo de llaves y nos fuimos tan ilusionados camino de casa... sí, sé que suena un poco raro lo de "manojo de llaves", pero es que, pese a tener sólo 2 puertas y portón trasero, el coche necesitaba... 4 llaves!. La primera para la puerta del conductor y el contacto, la segunda para la puerta del acompañante, la tercera para el maletero y la última para el depósito de gasolina. Suerte que no le puse el típico antirrobo que bloqueaba el volante, porque si no habría redondeado a la quinta!
Como en aquella época no existían las cámaras digitales y los revelados eran caros, sólo conservo una foto de mi cacharro, al que irónicamente bautizamos como "mi Ferrari".
Lo primero que hicimos con el coche fue tunearlo un poco, para que no pareciera tan soso. Así que nos fuimos al Pryca y compramos unos cuántos aditamentos estéticos para hacerlo más dinámico.
Para el exterior, una pegatina con el logo ABS por aquello de que tenía frenos que "avese" frenaban y "avese" no frenaban. Hoy parece una tontería, pues todos los coches montan ABS de serie, pero en aquella época era tan excepcional que incluso había un modelo de Renault, el 21 2 litros Turbo ABS que se llamaba así y el hecho de sugerir que mi coche pudiera tenerlo no era más que otra broma. La imagen exterior la rematamos con la pieza plástica triangular de las puertas en color naranja fosforito y, como no podía ser de otra manera, con la raya oscura a la altura de la cintura, imprescindible en los 90. Como soy así de listo, coloqué la cinta y luego me dí cuenta de que no llevaba tijeras para poder cortarla a la altura de las puertas, así que empecé con mis chapuzas y la partí como pude con la ayuda de las llaves.
El interior, que era sencillo de solemnidad, lo mejoramos con un par de indicadores circulares falsos, que se pegaban directamente en el salpicadero pero sin conectarse a ningún sitio. Atrezzo puro, vaya. La lástima es que con el calor del motor el pegamento perdió fuerza y se fueron deslizando por el interior, hasta que uno se cayó y desapareció para siempre.
La verdad es que poco se le pedía pedir a un coche de mediados de los 70 y con un número indeterminado de kilómetros. El motor no llegaba a un litro y daba la increíble cifra de 45 cv., que no le permitían subir por según qué calles de Barcelona; si tenemos en cuenta que hoy existen modelos que dan hasta 125 cv con el mismo cubicaje, eso explica cómo han cambiado las cosas. El cuadro no tenía cuentavueltas, por lo que cambiabas de marcha de oido, y sólo tenía 4; incluso una compañera de la universidad, cuando se subió, me comentó que nunca había visto un coche con menos de 5 marchas!
A diferencia del de la foto, el mío tenía la radio añadida a posteriori, y la habían colocado en horizontal a la izquierda debajo del volante, justo enfrente de mi rodilla, por si me daba un golpe asegurar que me quedaría cojo, por lo menos. Evidentemente, los mandos de ventilación no funcionaban y eran tan inútiles como los indicadores que le puse. Aunque suene a chiste, su antiguo dueño le había instalado un antirrobo (para qué?), que consistía en un desconectador de batería, y era un tornillo que estaba dentro de la guantera: al desenroscarlo, no había forma de arrancar el coche. Recuerdo que la primera noche lo saqué entero, ilusionado, y era tan largo que estuve 5 minutos dándole vueltas; la segunda noche sólo le di una vuelta y la tercera lo dejé correr.
Como era el modelo COMFORT, los asientos tenían una ligera forma anatómica y, lo más increíble, reposacabezas; los asientos normales sólo llegaban hasta media espalda y estos eran un poco más altos y montaban este elemento de comodidad. También añadía un limpia trasero, pero lo accioné el primer día para probarlo, hizo un barrido y nunca más funcionó. Otra gracieta del interior era el pedal del acelerador, pequeño y metálico; combinado con la moda de aquellos años de zapatones con suela de trabajo, hizo que un par de veces se me quedara trabado el pie entre el suelo y la pieza, con lo que no podía sacar el pie de encima del pedal o seguir acelerando, hasta que pegué un fuerte tirón y me pude liberar. Ideal para un novato, vamos.
Por otro lado, era ideal para circular con la "L" puesta, pues difícilmente podías pasar de 80 km/h. A esa velocidad, el coche rodaba tranquilo: a 100, todo empezaba a temblar y a 120 parecía que entrabas en el hiperespacio con todo desmoronándose a tu alrededor, aunque ésta velocidad sólo la alcancé una vez en una autopista que hace pendiente.
Es innegable que la sencillez de aquellos coches tenía su encanto, pues se podían reparar con una facilidad pasmosa. Un invierno, por ejemplo, tiré demasiado del mando del estarter -una reliquia para ayudar a ponerlo en marcha en frío- y me quedé con él en la mano; para que volviera a funcionar, simplemente lo puse en su sitio y listo. Otra vez, cuando lo llevé a pasar la ITV, descubrieron que tenía un agujero en el suelo, en la zona del pasajero derecho -por allí desapareció el indicador circular!- y que debía repararlo. Mi padre agarró una lata industrial de sardinas en escabeche, cortó la base con la radial y la sujetó con cuatro remaches; para que no se viera lo que era, la pintó de negro y listo!, ITV pasada!.
Las reparaciones en taller tampoco eran ninguna locura de caras. Al poco de conducirlo noté que el pedal del freno bufaba y se hundía de improviso, por lo que lo llevé a un taller cercano -ya se sabe, frenos ABS-; resultó que había que cambiar el servofreno, lo que me proporcionó mi primera factura, 60 €. Más caro me salió cambiar el embrague entero, 300 €, cuando empezó a gruñir y quejarse cada vez que intentaba engranar una marcha. Lo más divertido fue un día que fui a buscar a mi mujer a la universidad, en el Tibidabo, y al montarnos en el coche para volver me dí cuenta de que la palanca de cambios había perdido la forma de "H" y la había reemplazado por una "O". Es decir, podía dibujar círculos con la palanca aunque las marchas seguían estando en su sitio, por lo que podía engranarlas buscándolas al tacto. Cuando lo llevé otra vez al taller, había sido un muelle que se había soltado, por lo que no me cobraron nada: a los clientes con el VIP se les cuida...
Pero la estrella de las anécdotas se dio el día que mi cuñado nos pidió que le lleváramos a un centro comercial cercano para comprarse una bicicleta. La idea era que nosotros le acompañábamos y él se volvía luego pedaleando, pero cuando nos dieron la bicicleta, venía con las ruedas deshinchadas y nos tocó llevarle de vuelta para casa... todo eso en un coche que no hacía más de 3.50 metros de largo (como un Twingo actual, vamos) y mucho más bajito que los coches de hoy en día; sumémosle que mi cuñado mide 1,95 y las risas están aseguradas!. Para redondearlo, la cerradura del maletero justo ese día dijo que ya tenía suficiente y se rompió, con lo que no se podía abrir. Y allí estábamos mi mujer y yo, mirando a la bici, a mi cuñado y al coche y a ver cómo lo hacíamos para meternos todos en aquella caja de cerillas.
Total, que lo resolvimos abatiendo los asientos y metiendo la bicicleta por una puerta lateral, así, a las bravas, sin quitar las ruedas ni nada, pues no teníamos herramientas a mano, y mi cuñado se metió detrás también y se sentó sobre la bicicleta, con la espalda pegada al techo. Suerte que ibámos cerca, porque si nos llega a parar la polícia salimos en las noticias. Aún recuerdo la imagen de mirar para atrás y ver saturado visualmente todo el coche, como en Parque Jurásico cuando el dinosaurio se come al informático dentro del Jeep y primero abre las aletas para acongojarle.
Al llegar a casa de mis suegros, nos tocó sacar la bici, pero no había manera. Realmente, dimos un espectáculo entretenido a los vecinos, mientras mirábamos por aquí, tirábamos por allá, cerrábamos una puerta, abríamos la otra, uno se paraba a opinar, otro preguntaba cómo la habíamos metido...un jolgorio, vamos, hasta que a fuerza de tirones lo conseguimos, propinándole un par de buenos desconchones en la pintura a la bicicleta y a mi coche. Cuñados!
Todos estos acontecimientos se dieron en un plazo de 2 años, que fue lo que tardó en acabárseme el dinero. Además de las reparaciones, pagaba 700 € de seguro al año -100€ más de lo que me costó el coche-, con lo que al tercero lo tuve que vender. Así que, con todo el dolor de mi corazón, lo llevé a un chiringo de compraventa donde obtuve la increíble cifra de 60€ por mi Ferrari, después de haber gastado unos 2.500.
Y, aún así, casi se me escapaban las lágrimas cuando entregué las llaves y salí por la puerta.
Al quedarme sin coche, estuve unos años sisando el de mi padre que, para seguir con la tradición familiar, era un Renault Super 5, hasta que se lo cambió por un Seat Ibiza al tiempo que yo me metía en otra locura, al aceptar de un tío mío otro coche que me dio para otras tantas anécdotas: el Alfa Romeo 33.
Pero de este insigne cacharro, hablaremos otro día.